Despedida a un pandita
- Olga Micha
- 24 ene
- 4 Min. de lectura

Sobre la mesa tenía la computadora encendida, el celular en modo “lunita” y un paquete recién abierto de gummy bears. Mi intención era escribir algo sobre el cuerpo y las formas en que nos habla. La idea surgió porque amanecí con dolor de garganta, y según la teoría psicosomática, el malestar puede atribuirse al estrés que debilita el sistema inmunitario. También hay otra teoría que lo relaciona con lo que callamos o las emociones que no expresamos. Vaya uno a saber… Con el tiempo, he comprobado que cada quien se cuenta la mentira que mejor le acomoda.
Comencé a escribir un par de cosas sobre el cuerpo y sus "palabras", pero después, entre mis múltiples distracciones, tomé el celular y volví a toparme con la noticia de que la FDA en Estados Unidos, prohibió los alimentos y medicamentos que contengan colorante rojo.
Intenté volver al escrito, pero perdí el hilo, algo que me ocurre a menudo, así que decidí salir a caminar para despejarme y tratar de recuperar las ideas. En el camino pasé por una farmacia, entré y compré una bolsa de panditas. De regreso a mi mesa, los acomodé en fila india, estaban tan bien hechos que se mantuvieron firmes y de pie. Pensar que esas gomitas existen desde 1920, gracias a Hans Riegel, quien fundó su empresa en el patio trasero de su casa, en Bonn, Alemania. Con tan solo una bolsa de azúcar, un horno, una tetera, un bloque de mármol y un rodillo, comenzó su aventura. Bautizó a su pequeña empresa Haribo, y era su esposa quien repartía los productos en bicicleta, casa por casa.
Me pregunto qué pensará Hans acerca de que los panditas rojos, quizá los más queridos, serán eliminados del mercado.
No me sorprende que el colorante rojo produzca cáncer ni que apenas hace unos días esta noticia saliera a la luz, a pesar de que se sabe que hace más de 30 años se descubrió que causaba cáncer en ratas. Pobres ratas, siempre pagando los platos rotos. Tampoco creo que la FDA esté realmente preocupada por nosotros, menos aún después de enterarme de que esta prohibición ocurrió gracias a una petición hecha desde el 2022 por organizaciones de defensa. Es decir, hay muchas preguntas que valdría la pena hacerle a la FDA.
Pero, siendo honesta, no vine a hablar de ellos. Lo que me trajo a escribir esto es algo más sutil y, quizá, mucho menos importante.
De todos los sabores y colores de gummy bears, gomitas salvavidas, fruit rollups, gusanitos y prácticamente todos los dulces que marcaron mi infancia, los rojos siempre han sido mis favoritos. No sé si existe algún trasfondo psicológico en ello, pero para mí simplemente saben mejor. Por eso, descubrir que todo este tiempo he estado eligiendo el "producto equivocado", que el que más disfruto resulta ser también el más dañino y tóxico, me deja con una sensación curiosa, una mezcla de incredulidad, burla e ironía.
Parece un detalle menor, casi insignificante. Pero a veces lo que elegimos sin pensarlo demasiado, lo que nos atrae por instinto, gusto o costumbre, lleva consigo consecuencias que ignoramos hasta que es demasiado tarde. Tal vez este pequeño ejemplo, que a primera vista parece trivial, dice mucho más sobre las elecciones que hacemos a diario, y cómo, sin darnos cuenta, terminan acumulándose en algo mucho más grande y significativo.
Todos los días escogemos algo, un color, una palabra, un camino, una compra, un silencio, una llamada, un lugar. Y así, seguimos adelante, como si las decisiones pequeñas fueran irrelevantes… Pero no lo son. Si sumamos cada elección inconsciente, cada palabra no dicha, cada momento en que dejamos que el piloto automático tome el control, terminamos viviendo una vida que quizá nunca planeamos conscientemente. Tal vez, entonces, se trate de aprender a detenernos un poco más. A observar nuestras decisiones diarias con un poco de intención, con un poco de atención.
No es que haya algo intrínsecamente malo en comer una gomita roja, al menos no hasta ahora. Tampoco hay ningún problema en tomar el elevador en lugar de las escaleras o elegir siempre el camino corto hacia el trabajo. El problema no está en esas preferencias individuales, sino en lo que ocurre cuando ignoramos los patrones que se forman, cuando no nos detenemos a preguntarnos, ¿por qué siempre elijo esto? ¿Es realmente lo que quiero o solo lo que me resulta más familiar?
Tomé el osito rojo entre mis dedos. Era el último de la fila. Quería despedirme de él, no sé, supongo que igual encontrarán un sustituto, pero yo igual sentí la necesidad de decirle adiós… Quizá porque en su pequeño tamaño, el pandita guardaba mucho más que un simple sabor, guardaba risas, recuerdos, y una ilusión de que lo inofensivo no daña.
Lo mastiqué, ignorando el dolor de garganta. Pensé en todas esas elecciones automáticas que he hecho, pequeñas decisiones que, sin darme cuenta, han ido moldeando mi vida. Tal vez despedirme del pandita era mi forma de darme cuenta, de todo lo que alguna vez he elegido sin cuestionar.
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