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Una prostituta en Pompeya

Me llamaban Livia. Curioso que mi nombre haya sido el mismo que el de la esposa de Augusto, el gran emperador. A veces fantaseaba que me vestía con las telas que ella usaba, que dormía en su palacio, y que no solo compartíamos el apelativo sino también la identidad. 

 

De mi pasado no queda casi nada, aromas que se han implantado en mi memoria e imágenes turbias y desordenadas que, con el paso del tiempo, se han borrado hasta casi desaparecer.  

 

Las demás esclavas que vivían conmigo dentro del Lupanar decían que envidiaban mi ausencia de memoria. Ellas recordaban a diario su origen, su familia y a los muertos que habían dejado atrás. Añoraban volver a aquellos lugares, a las costumbres de una cultura distinta que la que los romanos nos habían obligado a adoptar. También yo anhelaba otra cosa, pero no tenía claro qué.  

 

Quién fui antes de mi captura no lo recuerdo, pero el momento de la aprehensión, por desgracia sí. Era una tarde calurosa y, con el galopar de los caballos, se levantaban nubarrones de arena. Había gritos, sangre y confusión. Unos brazos oscos interceptaron mi caminar, me levantaron con fiereza. Patalee, rasguñe, pero ese hombre era tan corpulento que mis esfuerzos por escapar solo lograron dejarme agotada e incapaz. 

 

Me trajeron aquí, a la ciudad perdida, antes conocida como Pompeya. Había teatros, baños públicos, un foro, un templo y hasta un mercado de alimentos. Si hubiera podido recorrer sus calles con libertad, si no hubiera sido sometida y sobajada por más de un centenar de hombres, posiblemente me hubiera parecido una ciudad bella. Pero para mí todo estaba maldito, sigue maldito.  

 

Los ricos venían a vacacionar. Se alimentaban de pescado, olivas, pan, queso y mucho vino. Pompeya olía a vino. Un elixir que extraño y al que tengo mucho que agradecer. ¿Quién no quisiera unos tragos que le nublen la razón antes de yacer con esos apestosos pervertidos?  

 

Me tocó vivir en uno de los tantos burdeles populares y concurridos. Los muros de piedra estaban decorados con pinturas eróticas, pero ni con esos lienzos lograba encontrarle el gusto al acto sexual. Desfilaban hombres de todos tamaños, olores y facciones. Me trataban como lo que era, una esclava.  

 

Fue Ovidio quien me hizo recobrar el sentido. Él era diferente, joven, culto y respetuoso. Escribía historias de amor que me recitaba en secreto, visitándome solo para leerme. Al terminar, me pedía mi opinión, ansioso por escuchar mis palabras. ¡Por primera vez, alguien valoraba algo más que mi cuerpo! Fue en esos momentos cuando sentí que empezaba a vivir de verdad…

Tenía que atender a los demás clientes, esos siempre llegaban a su hora y al por mayor. Pero con cada uno imaginaba a Ovidio, su cabello negro, su pecho prominente, sus manos delicadas

 

Confieso que terminé enamorándome también de la vista del Vesubio, ese imponente volcán cuya presencia antes me incomodaba. Convertí a Ovidio en mi dueño y al Vesubio en mi Dios. Le pedía todas las mañanas que me concediera el milagro, que Ovidio consiguiera mi libertad y que me llevara con él a los confines del mundo.  

 

¿Quién iba a decir que mi Dios sería el responsable de mi más grande desgracia? Ovidio y yo unimos nuestros cuerpos por última vez en una tarde de agosto. Sobre la cama de piedra suspiré de placer. Él besó cada centímetro de mi manoseada figura, sin importarle cuántas huellas y cicatrices habían pasado antes por ahí. Me acarició, como si fuera un ente sagrado, como si nadie me hubiera tocado antes.    

 

Era feliz y olvidé a mi Dios.  

 

Vesubio estaba celoso. Era tanta su rabia que, de un momento a otro, estalló. La erupción no fue una llamada de atención, sino un magnicidio perpetuo y aterrador. Sobre la cama de piedra, Ovidio y yo perecimos al instante. El aire caliente carbonizó nuestros pulmones. Nos extinguimos desnudos, quedando enterrados debajo de las cenizas y la destrucción. Nuestros cuerpos siguen ahí, postrados en la misma posición extraña en la que morimos. Las cenizas han conservado incluso nuestra desesperada expresión.  

 

A menudo se escuchan golpeteos. Creo que, después de tantísimos años, siguen queriendo recuperar Pompeya. Mientras tanto, aquí espero. Ruego para que, una vez al descubierto, cuando se despejen las cenizas y sienta otra vez la luz del sol, pueda al fin escapar y encontrarme con Ovidio, a quien desde hace siglos busco, pero no encuentro.  


 

 



 
 
 

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