Águila o Sol
- Olga Micha
- 7 mar
- 7 Min. de lectura

Está harto, harto de tomar decisiones equivocadas, harto de analizarlo todo. Es matemático, de esos que creen que la probabilidad es indiscutible y que las fórmulas siempre dicen la verdad. Sin embargo, por más que analiza, predice y calcula, lleva un año atrayendo mala suerte. Desde que renunció a su trabajo para dedicarse a un proyecto personal, todo se empezó a complicar. Luego invirtió sus ahorros en criptomonedas, lo cual resultó desastroso. Y como si eso no fuera suficiente, su vida social es casi nula, su relación más estable es con Amy Farrah de The Big Bang Theory (aunque obvio, ella aún no lo sabe).
Observa su casa. Parece que ahí no vive nadie. Todo está recogido, sin cuadros, sin fotos, sin rastro de afecto. Solo hay una mesa con papeles esparcidos, un pizarrón cubierto de ecuaciones y una lámpara de luz blanca sobre la mesa del comedor. Debería estar festejando. Tiene algunos mensajes de felicitaciones en WhatsApp, de sus padres y de alguno que otro excompañero del trabajo. Los ignora.
En otro tiempo, la idea de soltar el control le habría parecido absurda. La frase en sí, "soltar el control", siempre le ha parecido idiota. Lo que él lleva pensando toda su vida es que hay que aprender a asumir el control, no a soltarlo. Siempre ha creído que mantenerse firme era la clave, como cuando en la universidad organizaba cada minuto de su día para evitar cualquier imprevisto, o en el trabajo planeaba toda su semana con anticipación...
Pero como esa idea no lo ha llevado a ningún lado, se le ocurre otra.
Se levanta en busca de su monedero, mete la mano y saca la primer moneda que siente entre los dedos. Si hubiera elegido con intención, habría tomado la de veinte pesos. Menos común, menos manoseada. Pero haberla elegido hubiera supuesto contradecir su plan, así que saca cualquier moneda y no se sorprende al ver que la afortunada resulta ser ni mas menos que la de un peso. La mira por ambas caras, en una esta el águila devorando a la serpiente y en la otra el numero uno con el símbolo de pesos. Esa monedita había sido creada en 1993 y le llamó la atención que coincidiera con su año de nacimiento.
El matemático se le queda viendo, entre divertido y resignado. ¿Cuándo se hubiera imaginado que su vida valiera tan poco como para cederle los derechos de decisión a una miserable moneda de un peso?, se pregunta. Eso sí, como buen matemático, sabe que siempre hay que tomar algún tipo de decisión, y como es imposible reducir las múltiples opciones que uno tiene en un día a solo dos, establece su propio método, si sale sol, será que sí, si sale águila, será que no. Y si está entre dos opciones, sol siempre será la opción de su preferencia.
Ansioso por comenzar el juego, empieza el primer volado. –Monedita querida, ¿salgo en Uber o salgo en coche?–. Lanza la moneda y sale sol. Ja, ja. En coche será, como todos los días. Entra y enciende el motor, también el aire acondicionado, pero en seguida lo apaga. Lanza la moneda y otra vez sale sol, entonces lo prende de nuevo. Se detiene entre los dos cafés cercanos, la moneda le indica que se baje en el de la derecha, pero ahí no hay lugar para estacionarse. Entonces vuelve a lanzar la moneda. ¿Dejo el coche mal estacionado? No cae en cuenta de la estupidez del juego hasta que de nuevo sale sol, o sea, la moneda le acaba de decir que sí, que ahí deje el coche. Por supuesto que el matemático se pone histérico, pero no va a abortar la misión apenas a un cuarto de hora de haberla iniciado.
Baja del coche pensando que qué tanto puede pasar en cinco minutos que va a tardar en comprar un café… o un té… habrá que preguntarle a la moneda. Sol. Café. Menos mal. Abre la puerta y observa nervioso la fila de seis personas. Se asoma en el café de a lado (ese que no le salió en el volado), y solo hay dos personas. La moneda empieza a caerle mal, pero reglas son reglas, así que ocupa su lugar en la fila apretando la moneda entre los dedos.
El colmo de su paciencia llega cuando se da cuenta de que quien atiende la caja es un chavito con pinta de generación de cristal, de esos que parecen vivir en un estado zen exasperante, como si el tiempo fuera un concepto ajeno a ellos… Pero aguanta. De hecho, piensa que con su nueva filosofía de “soltar el control”, quizá al final del día termine volviéndose mejor amigo de todos aquellos que no conocen la prisa ajena.
Le da un trago al café y se le alegra el instante, y digo el instante, porque al salir se encuentra con que el coche tiene un candado en la llanta y una multa en el parabrisas. –¿Para esto querías que sacara el coche?–, le pregunta a la moneda enojado. Y ahora, ¿voy a pagar? o ¿me largo y lo dejo aquí? Mira la moneda atónito, ¡de verdad!, ¡lo dejo aquí!, y continúa su camino a pie, sin mirar atrás.
En la esquina siguiente, hay una mujer dando mascotas en adopción. Él jamás habría pensado en tener una. Pero, total… ya entrado en tonterías, ¿por qué no? Moneda, ¿me quedo con un gato o con un perro? Gato será. Ahora, el matemático camina con un gatito blanco y de ojos azules bajo el brazo y, con la otra mano, lanza la moneda para bautizarlo… ¿Pi o Schrödinger? Al llegar al cruce, vuelve a lanzarla, el resultado lo hace girar a la izquierda y llegar a la playa.
No lleva ropa adecuada, ni tiene nada que hacer en la playa un lunes a mediodía, pero ahí están, él y Schrödinger, sentados sobre una piedra mirando las olas del mar. El matemático concluye que soltar el control es fácil cuando se tiene poco que perder. El mar es lindo, la brisa suave… ¿qué más da, cuando no hay trabajo, ni responsabilidades, ni nadie a quien rendirle cuentas? Pero, ¿cómo podría ser sostenible un estado así hasta fin de mes, cuando hay que pagar los gastos, cuando la realidad llega? Porque, tarde o temprano… llega.
La moneda le recuerda que deje de pensar en fin de mes y que siga su camino. Aparece un vendedor de flores, le insiste para que le compre un ramito. Tiene uno de azahar y uno de claveles. Lanza la moneda. Azahar. Huele delicioso, pero Schrödinger frunce la nariz, no le gusta. La moneda lo dirige hacia el parque central. El matemático lleva al gato bajo el brazo y el ramo en la otra mano. Quien lo viera creería que tiene un rumbo fijo, que incluso va a encontrarse con alguien. Ahora luce más cómico que antes, pues con ambas manos ocupadas para lanzar la moneda tiene que hacer malabares. Aun así, no se desprende del ramo.
Llega al parque y observa la rueda de la fortuna. Gira tan despacio que el matemático se acuerda del chavito del café. Al parecer, ambos tienen la misma paciencia porque intuyen que el tiempo siempre vuelve al mismo punto. Deja el ramo en el pasto y lanza la moneda. Sol. Nunca se ha subido. No porque le asuste, sabe bien que la probabilidad de que algo salga mal en una noria es mínima, pero la idea de quedar suspendido en el aire haciendo nada nunca le ha resultado atractiva. Pero reglas son reglas… y siempre hay una primera vez.
La mujer que da el acceso le dice que no puede subir con el gato. El matemático la observa con las flores en la mano, le parece muy guapa. Esta vez, antes de lanzar la moneda, deja al gato en el suelo, entre sus pies. Sol. Extiende el ramo y le dice a la mujer que la invita a comer. Ella se sonroja, acepta. Le cuida al gato mientras el matemático completa su vuelta en la noria. Una vuelta en la que no hace nada, salvo ver sus treinta años de vida pasar.
La espera sentado sobre el pasto, acaricia a Schrödinger y analiza la probabilidad de que alguien en el mismo sitio haya nacido el mismo día que él. Entonces, la mujer se acerca, flores en mano. Le dice que solo ha aceptado la invitación porque le parece un tipo demasiado fuera de lo convencional. Que, además, le gusta su moneda, le da risa, y que es su cumpleaños y no tiene con quién festejar.
—¿En serio? —le pregunta el matemático—. ¿Hoy cumples años? ¿Y en qué año naciste?
—Nací en 1993 —responde ella.
El matemático se queda impresionado. Hoy también es su cumpleaños. La moneda empieza a caerle muy bien.
Con autorización de la moneda, aquella noche el matemático llega a su casa acompañado. Por una mujer y por un gato. Las flores en el centro de la mesa le dan un toque distinto a su casa, que en esta ocasión no se siente vacía. Las fórmulas ahora parecen elementos decorativos de un hombre de familia, de un hombre de fe.
Despierta con aroma de azahar y una certeza que no había experimentado en años. Sí, quiere soltar el control, abrirse a las sorpresas del universo. Está convencido de que, si el día anterior tuvo un motivo, la moneda le dará la razón.
Respira hondo y la lanza al aire. La atrapa con rapidez y cierra el puño sobre ella, siente su corazón latir. Se queda inmóvil y luego, lentamente, abre la mano.
Águila.
Mira la moneda con una sensación extraña en el estómago.
Sabe el significado…
La moneda nunca se equivoca. Pero, por primera vez en su vida, desea que lo hubiera hecho.
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